martes, 26 de octubre de 2010

La mujer del blanco lunar



Tenía que coger un avión que salía el sábado a las cuatro y media de la mañana desde Barcelona. Iba a estar fuera unos ocho o nueve meses y como mi amiga Ester vivía allí, convencí a mi hermana Sandra a que me acompañara en coche y así pasábamos allí el día.
-Vale- dijo Sandra- así luego te llevamos al aeropuerto.
Llegamos a Barcelona el sábado por la mañana, fuimos a casa de Ester, comimos allí y luego fuimos a dar una vuelta.
A eso de las cinco de la tarde nos encontramos de repente delante de la cocktelería Boadas, de la que yo no había oído hablar nunca hasta ese momento.
- Venga- dije- que os invito a un cocktail como despedida.
Mi oferta fue gratamente aceptada.
Parecía que el tiempo se había olvidado de pasar por la Boadas, la luz era distinta, el aire, el olor, la gente…
Pedí tres cocketeles. Estaba bueno, era un Cocktail Boadas, el de la casa. Después de ese pedimos otro, como no había ninguna lista de cockteles a la vista tuvimos que recurrir a los que conocíamos. Cuando acabamos el segundo ya estábamos bastante animadillas. Pedimos otro y otro y otro y el bar se fue llenando de gente.
Nos habíamos quedado sin nombres de cockteles así que tuvimos que seguir otro criterio.
- Ahora póngame uno azul- dijo Sandra
- A mi uno rojo- añadió Ester
Yo no recuerdo qué color pedí, la verdad
Seguía entrando y saliendo gente. Llegó un sueco y se puso a hablar y a beber con nosotras. Nos dio un par de nombres de cockteles más
- Oiga- le dije a un hombre que había a mi izquierda - ¿está bueno su cocktail?- le pregunté
- Sí- me dijo sonriendo
- ¿Me deja probarlo?
- Sí, claro- contestó para mi sorpresa
- Mmmhmm. Pues sí que está bueno. ¿Y éste cómo se llama?- añadí
Me dijo el nombre y se lo pedí al camarero.
- Oiga- pregunté al camarero- ¿no tendrán galletitas saladas de esas con forma de pez?
- No, no tenemos- contestó secamente.
Así que ahí estábamos con una borrachera tremenda.
De repente llegó una señora muy elegante a la que todos saludaban. Se metió detrás de la barra y se puso a hacer cockteles con mucho arte.
Al rato salió y vino hacia la esquinilla que habíamos ocupado. Resultó ser Maria Dolors Boadas. Y ahí estuvo contándonos miles de historias de las gentes que habían pasado por allí, de su infancia, sus recuerdos… “Yo soy la mujer del blanco lunar de Vázquez Montalbán” dijo.
A las dos de la mañana salíamos de allí. Creo que no hace falta hablar de las condiciones en las que nos encontrábamos. Y tampoco de lo que tuvimos que pagar.
Sandra y Ester querían ir a tomar algo más. Yo dije que me retiraba, me esperaban unas cuantas horas de avión y quería ir a casa a relajarme un rato. Y eso hice.
Estaba ya en casa de Ester, tirada en el sofá, tapada con una manta, cuando de repente un sonido de guitarra rumbeando me despertó de sopetón. Abrí los ojos y allí estaban Sandra, Ester, el sueco, un gitano con una guitarra y el primo del gitano tocando palmas y canturreando “Ay que se nos va la Mari, ay que se nos va…” Eran las tres de la mañana.
Cuando vi el panorama dije
- Chicas, que me cojo un taxi, que no pasa nada
- No, no- dijo Sandra – que te llevo Mari
- Vas como una cuba - dije- porque yo voy como una cuba y tú has bebido más
- Que no pasa nada, que voy bien para conducir- contestó
Rumba pa´ki rumba pa´lla… cantaban
 -¡Qué coño!- dijo Sandra- ¡vamos todos al aeropuerto, yo conduzco!
- No- dije moviendo el dedo – ni de coña, cómo coño vamos a ir todos al aeropuerto. Que me voy en taxi y ya está
El gitano seguía cantando, el sueco tocando palmas, el primo miraba con cara de tonto y Ester bailaba la tonadilla.
Yo ya me estaba poniendo de mala hostia.
- Mari, Mari- decía Ester – que te acompañamos mujer, cómo vas a ir tú sola
- Pues tenemos que irnos ya- dije
- Venga vamos pues- dijo Sandra poniéndose de pie
- ¿Y éstos?- dije señalando a los tres tenores
- Vosotros nos esperáis aquí- dijo Ester
- Pero, ¿los vas a dejar aquí?- pregunté
- No pasa nada, es un momento – dijo
Yo ya pasé olímpicamente de intentar hacerlas entrar en razón y como no me quería poner de más mala hostia sólo dije
- Bueno, pues vamos
Mientras bajábamos las escaleras Ester se cayó 3 veces. A la segunda la dejé pasar delante.
- Anda, pasa tú, porque te me vas a caer encima- dije
Cogimos el coche.
Sandra conducía, Ester iba detrás cantando Dancing Queen de Abba, tiene cojones, a volumen brutal y encima inventándose la letra porque no habla inglés y yo de copiloto.
- Por la derecha- dijo Ester - ¡Ah no! Por la izquierda, por la izquierda. Nananana dancing queen ninonaninoninonaaaaaa.
Bailaba también.
- Ahora recto- dijo Ester – no, espera, sí, no, no, ah sí
- Joder- dije- ¿pero sabes ir?
- Que sí tía- contestó indignada- que llevo aquí cuatro años ya
Dancing queen dancing queen.
- Espera- dijo Ester esta vez- que no estoy muy segura….
- Hostia la poli- dije
- Mierda- dijo Sandra
Sandra bajó la ventanilla y preguntó lo más serenamente posible
- ¿Para ir al aeropuerto?
- ¿Al aeropuerto?- dijo el policía – estacione el vehículo
Sandra me miró aguantándose la risa, medio arrepentida medio no.
Ester seguía con su dancing queen de los cojones.
- Joder- dije
- Lo siento- dijo Sandra
- Ya- contesté muy cabreada
- Oiga- dije- tengo que coger un avión…
- Pues ya se puede usted buscar un taxi- fue su respuesta
- ¿Hay alguien que pueda conducir el coche?- preguntó el otro policía
- Sí- dijo Ester desde dentro del coche – yo si que puedo conducir, espere que salgo...  vamos que si puedo.
- Ester, calla coño- dijo Sandra
- Usted métase en el vehículo- le dijo uno de los dos agentes de la ley a Ester, que estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos para salir del coche
-Pues nada- dije- me voy a coger un taxi. Por cierto, tenéis a los tres tenores en casa, no sé si os acordáis.
- Hostia…- dijo Sandra
Les di un beso a cada una muy seria y paré a un taxi.
- Al aeropuerto-dije secamente
- Vaya- dijo el taxista- qué mala suerte
- Pues sí- dije- y encima tengo que ir sola al aeropuerto sin nadie que me despida, qué triste
- Bueno, puede hablar conmigo hasta que lleguemos y de camino, pues le hago compañía- dijo amablemente
- Me parece buena idea- dije- gracias.
Cuando llegué al aeropuerto ya veía las cosas de otra manera y me reí mucho pensando en el gitano, el sueco y compañía en la casa de Ester tocando la guitarra, el dancing queen, la poli, la mujer del blanco lunar…
Llamé a Sandra por teléfono.
- Niñaaa- me dijo- que lo siento..
- Que no pasa nada joder, sois unas bolingas y punto. ¿Dónde estáis?- pregunté
- Aquí- dijo- en el mismo sitio, con Manolo
- ¿Manolo?
- Sí, el policía. ¿Quieres hablar con él?- preguntó
- Vale, pásamelo
- Buenas noches. ¿Ha llegado ya al aeropuerto?- dijo Manolo
- Buenas noches señor agente. Sí, sí, ya he llegado. No sea muy duro hombre, que estábamos despidiéndonos y se nos ha ido un poco de las manos
- Yo haré lo que pueda- dijo
- Cuídemelas Manolo- dije
- Sí, sí, las chicas están bien
Me volvió a pasar a Sandra
- Oye- dije- qué te han dicho
- Joder, 500€ de multa, 6 puntos, juicio rápido de esos y se lleva el coche la grúa. Tenemos que coger un taxi para ir a casa de Ester y echar a los tres tíos esos. Qué mierda.
Me reí mucho.

Cogí el avión con una sonrisa de oreja a oreja y una borrachera de cabo a rabo.

Al día siguiente llamé a Sandra. Cuando llegaron a casa el gitano se había ido. El sueco se había metido en una cama y el primo del gitano en la otra. El primo se fue y al sueco hubo que echarlo. Al día siguiente fueron a buscar el coche, pagaron la grúa y cada mochuelo a su olivo.

La multa nunca llegó, ni la citación para el juicio, ni desaparecieron los puntos. Al final se portó Manolo.

Texto: Vanesa Pomar
Arte: Miguel SP 
Contacto: mailto:vainilla_p@yahoo.es 

viernes, 22 de octubre de 2010

Rogelio


Cuando colgué el teléfono cogí algo de ropa, la metí en una mochila y me fui directa a la estación de tren. Tendría que coger 3 trenes y me costaría unas 19 horas llegar allí pero cualquier cosa antes que poner un pie en un avión.
Llegué a la estación, fui a la ventanilla de información y compré los billetes. Bueno, ya está, pensé, en tres cuartos de hora sale el primer tren. Compré algo para el viaje y me senté a esperar. Saqué mi cuaderno de la mochila; quería sacar algo en claro sobre lo que me había dicho Rogelio por teléfono pero, ahora, allí sentada, nada tenía mucho sentido, la verdad. En el fondo no me había dicho nada de nada, así que guardé de nuevo el cuaderno.
Conocí a Rogelio hace muchos años, en un concierto para ser más exactos. Desde ese día Rogelio se convirtió en un elemento importante en mi vida.
Se había ido a vivir a la Bretaña Francesa, a Rennes, hacía un par de años. Seguíamos en contacto pero, claro, la distancia hace su trabajo y la vida sigue para todos. Aún así solía verlo una vez al año por lo menos, cuando él se dejaba caer por aquí.
Llegó el tren, por fin. Me subí, busqué mi asiento y me concentré mucho deseando que nadie se sentara a mi lado todavía. Funcionó. El tren se puso en marcha. Vale, ya está hecho, pensé.
Esa mañana, antes de las siete para ser exactos, el teléfono me había despertado. Era Rogelio
- ¡Rita!, ¡Rita!
- ¿Quién es?- pregunté bastante dormida
- Soy yo Rogelio
- Joder Rogelio- dije- ¿qué hora es?
- Son casi las siete
- Mmmhmm- me quejé
- Oye, despiértate, tienes que venir- dijo
- ¿Venir? A ver, espera, espera, qué pasa
- ¿No tenías vacaciones?- preguntó
- Bueno, sí, más o menos, me han echado del curro…
- Pues tienes que venir a Rennes- insistió
- Pero qué pasa- no entendía nada
- Ahora no tengo tiempo de contarte nada, pero es muy… tienes que venir tú. Apunta la dirección. Cuando llegues llámame y te iré a buscar.
- Bien, bien, espera- dije mientras buscaba un boli
- A ver dime..
Apunté los datos
- Gracias Rita, gracias, sabía que tú vendrías. Un beso.
Y colgó.
Jódete y baila.

Y ahí estaba yo, sentada en un tren camino de Barcelona. Después cogería otro con destino a París, parando en Gerona, Figueres, Limoges, Orleáns y finalmente París Austerlitz, luego tendría que coger otro hacia París Montparnasse y ya el último hasta Rennes. No sé por qué, pero tengo una facilidad innata para embarcarme en viajes sorpresa de este tipo.

Llegué a Barcelona. A las ocho y media de la tarde salió el tren hacia París.


Compartí camarote con una mujer de Orleáns que tenía un hotel allí al cual me invitó, por supuesto y me dio una tarjetita y todo. A las diez más o menos se tomó un pastillazo, ella dijo pastillita, así con acento francés y se quedó seca. Había también otra mujer que a las ocho y treinta y siete se puso el pijama y se metió en la camilla. Lo llamo camilla pero realmente ese nombre le queda grande. Así que mis compañeras de guerra me habían abandonado a mis divagaciones. Se podía fumar. Digo esto porque para un fumador hacer este viaje hoy en día sería impensable, claro. No sé cuántos viajes hice al vagón cafetería pero fueron muchos muchos. Rogelio. Subió la policía en la frontera y, al cabo de una hora y pico se llevó a un par. Decidí meterme en el camarote diminuto e intentar dormir. Llegué a dormirme una hora larga pero acabé en el vagón cafetería otra vez. Rogelio. Cuando empezó a amanecer me fui al pasillo a disfrutar del paisaje. Pasábamos por una zona boscosa y había unos dos palmos de niebla espesa cubriendo todo el suelo. Parecía que los árboles flotaban. Estaba todo gris. Todo tenía aspecto fantasmagórico. Rogelio. La mujer de Orleáns apareció por el pasillo. Al rato el tren paró y se bajó. Me volvió a repetir que si iba por allí que me pasara por su hotel.
El tren fue despertando poco a poco. Empezaba a tener vidilla. Cuando entré otra vez en el camarote, la mujer de las ocho y treinta y siete ya estaba vestida y lavada y peinada. La saludé. Me devolvió el saludo.
El tren llegó más o menos a su hora a la estación de Austerlitz. De allí me fui a la estación de Montparnasse y cogí el último tren.
A las dos horas y media llegué a Rennes y llamé a Rogelio.
Cuando lo vi me costó reconocerlo. Estaba mucho más delgado y no tenía muy buena cara. Parecía 20 años mayor.
- Gracias Rita- fue lo primero que dijo y me dio un abrazo.
- Bueno, me vas a contar qué pasa, porque llevo 20 horas de viaje y aún no sé por qué- le pregunté sonriendo.
Ya en el coche volví a preguntarle.
- Bueno, ¿cómo estás?
- Bien- dijo
- Pareces cansado
- Sí, bueno, un poco.
- Y ¿qué es eso tan importante?- pregunté
No contestó.
- Oye, qué pasa, te recordaba más hablador- dije
- Cuando lleguemos a casa- fue su única respuesta.

Le miré de reojo. Y no dije nada más. Qué raro.

Llegamos a casa de Rogelio. Me indicó dónde estaba mi habitación, me duché, me cambié de ropa y volví rápidamente al salón.

Encontré a Rogelio inmerso en cientos de papeles, fotos, dibujos, apuntes… Me acerqué a la mesa y me senté.
Me miró, se quitó las gafas y empezó a contarme una historia muy rara de cuevas secretas. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Cuando acabó la historia nos fuimos a dormir, por la mañana iríamos a la cueva.
Después de pensar un rato, llegué a la conclusión de que mi amigo se había vuelto completamente loco.
Según Rogelio, cuando llegó a Rennes se unió a un grupo que hacía excursiones por los pueblecitos de los alrededores, para conocer gente, dijo. Ya que se dio a los excesos en su juventud pensó que una actividad de este tipo le sentaría bien. A los pocos meses ya estaba harto del “grupo de exploradores” pero le había cogido gusto a las excursiones, así que siguió en solitario. A veces incluso acampaba y se quedaba un par de días por algún monte. En uno de esos fines de semana montañeros descubrió una cueva. Su primer contacto no fue muy fructífero, esas fueron sus palabras. Pero en seguida se dio cuenta de que en esa cueva pasaba algo. Empezó a ir todos los fines de semana, se convirtió en una obsesión.


Nos levantamos temprano, cogimos el coche y fuimos a la susodicha cueva. El acceso era más complicado de lo que había pensado; necesitamos cuerdas y todo.
Cuando llegamos a la entrada un olor nauseabundo me quemó la garganta.
- Luego te acostumbras- dijo Rogelio
- Sí, seguro- contesté como pude.
Me dio una linterna y comenzó a andar.
Pero ¿qué cojones estoy haciendo aquí?, pensé.
Seguí a Rogelio con algo de dificultad.
- Oye- dije – ¿vamos a meternos mucho? Porque no me gusta demasiado…
- Calla…-dijo - ¿has oído?- preguntó
Intenté agudizar el oído pero la verdad, no había oído nada.
- No- respondí
Seguimos andando más despacio. El corazón me latía a toda velocidad.
De repente Rogelio dejó de andar.
- Vamos a esperar aquí un poco- me informó
- ¿Aquí?
Miraba en todas direcciones como si buscase algo. Yo no veía absolutamente nada que quedase fuera del radio de acción de mi linterna. Pero Rogelio parecía no necesitar la suya.
- ¿Tiene que pasar algo?- pregunté – porque a mi avísame, que se me va a salir el corazón por los ojos.
- Confía en mí
- No es que no confíe Rogelio pero es que este sitio no me gusta un pelo, huele mal, tengo frío, no veo nada, creo que estoy pisando bichos continuamente y seguro que llevo la cabeza llena de arañas o cosas peores y no sé qué ha…
Un ruido.
- ¿Has oído?- preguntó – Lo has oído o no- se volvió hacia mi.
- Sí
No me podía mover.
- ¿Qué ha sido eso? –pregunté
- Ven vamos, sígueme- dijo cogiéndome del brazo.
- No. Espera un momento. ¿Qué pasa aquí?- dije
- No lo sé – respondió – Nunca he llegado a verlo, siempre me despierto aquí, donde estamos ahora. Pensé que si venía con otra persona podríamos llegar un poco más lejos.
- ¿Que te despiertas aquí?
- Sí, otras veces que he venido. Me he despertado en el suelo. Y no recuerdo nada. Se oyen ruidos extraños y lo siguiente que sé es que estoy tendido en el suelo, agotado –me contó
- ¿Y cuál se supone que es mi misión?- pregunté
- Ven, vamos a seguir un poco más- dijo
- Mira- dije – te sigo sólo porque no sé cómo se sale de aquí
Andando, andando llegamos a una parte de la cueva un poco más amplia.
- Nunca había llegado hasta aquí
- Bueno, y ahora qué –pregunté
-¡¿Has visto eso?! –exclamó
Me di la vuelta asustada.
- ¿Hola?- gritó Rogelio
- No, hola no, no me jodas, aquí no hay nadie- dije asustada
- Sí, algo ha pasado por allí detrás
- Será un animal- dije
-Era grande- dijo
-Pues un animal grande. Además ¿qué intentas encontrar aquí dentro?- pregunté nerviosa
De repente la cara de Rogelio cambió de expresión; no veía bien pero hasta sus ojos parecían distintos. Me asusté. Comenzó a balbucear algo incomprensible.
- Rogelio ¿estás bien?- dije cogiéndole el brazo. Estaba rígido.
Le sacudí un poco pero estaba completamente ausente.
- Vámonos de aquí, venga, salgamos- dije decidida. Pero Rogelio no reaccionaba.
Él seguía allí de pie, sin moverse. Se dio la vuelta y se quedó frente a mi. Un escalofrío me recorrió de los pies a la cabeza. Se acercó poco a poco, yo iba retrocediendo poco a poco. Se quedó a tres dedos de mi cara y entonces abrió la boca de manera grotesca y el grito más horrible que haya podido escuchar en mi vida llenó aquella fría cueva de horror. Era un grito interminable y doloroso. Su cara estaba desencajada. Yo estaba al borde de un ataque cardiaco. Empezó a tener convulsiones muy violentas, se tiró al suelo. Gritaba, se retorcía. Yo no sabía que hacer y empecé a llorar y a gritar y a pedir auxilio. No quería ni acercarme a Rogelio, estaba aterrada. Él seguía presa de lo que fuera, lo llamé por su nombre muchas veces. Se levantó y mirándome empezó a cantar una especie de himno en un idioma incomprensible. Lo peor fue que oí cómo alguien respondía a su canto. Seguí gritando aún más fuerte y el pánico se apoderó de mí por completo. Le dije que me iba a ir de allí, que teníamos que salir de esa puta cueva, pero él parecía estar en otra parte. Le rogué que viniera conmigo, que no se quedase allí. Pero todo fue inútil. Estaré fuera, le dije. Te espero fuera, le repetí.
Llena de dudas y remordimientos por dejar allí a Rogelio logré al rato dar con la salida de la cueva. Estaba temblando, además llovía. Todavía no tenía muy claro qué es lo que había pasado allí dentro. No sabía dónde estaba, ni siquiera recordaba dónde habíamos dejado el coche. Me puse a andar.



Me desperté en un hospital. Me di un susto de muerte hasta que empecé a recordar todo. –Rogelio- dije e hice ademán de levantarme de la cama.
Una enfermera entró al instante y me indicó con señas que no me moviera. Empezó a hablar con otra en francés, llamaron a alguien por teléfono y al rato llegó una tercera enfermera que hablaba español.
- Buenos días- dijo -¿Cómo se encuentra?
- ¿Qué ha pasado? ¿Y Rogelio?- pregunté
- Lleva 4 días en coma. La encontraron por el bosque empapada y con la ropa destrozada. La trajeron aquí
-¿Quién me encontró?
- Una familia
- ¿Y Rogelio?- pregunté
- No había nadie más con usted
- Pero Rogelio se quedó en la cueva- dije nerviosa
- Cuando llegó al hospital dijo algo de una cueva. Enviaron a la policía a que rastreara la zona pero no encontraron nada.
Empecé a llorar.
- Estábamos en una cueva…- sollocé
- Oiga, puede ser debido al golpe..
- ¿Qué golpe?
- Lleva un buen golpe en la cabeza. Debe quedarse unos días más en el hospital. ¿Tiene familia aquí o algún conocido?
- Rogelio- dije
Me hicieron muchas preguntas y muchas pruebas. Vino la policía incluso. Nadie sabía nada de ninguna cueva y tampoco habían denunciado la desaparición de ningún Rogelio.
Cuando pude salir del hospital cogí un taxi y me dirigí a casa de Rogelio. Nadie abrió la puerta. Intenté, haciendo un esfuerzo de memoria sobrehumano para mi, recordar el camino que habíamos seguido para ir a la cueva. Alquilé un coche y busqué durante dos días, pero fue inútil. Volví a casa de Rogelio otras muchas veces, llamé por teléfono, incluso le envié cartas. No volví a tener noticias suyas.

Texto: Vanesa Pomar
Arte: Miguel SP
   




martes, 12 de octubre de 2010

La Señora Sokolov



Como todas las mañanas Sveta bajaba caminando tranquilamente repasando la lista de las cosas que tenía que hacer antes de volver a casa. Saludaba a las vecinas, con las que se llevaba mejor se entretenía un poquito más. Comparaba género y precios, hablaba de lo pronto que había llegado el invierno aquel año, de lo mucho que se había encarecido la vida últimamente.
Sveta entró en la carnicería.
- Buenos días Svetlana, ¿cómo se encuentra hoy?- preguntó la dependienta.
- Bien hija, bien- contestó Sveta- no me puedo quejar.
- Y su marido, ¿cómo está?- volvió a preguntar mientras cortaba unas cabezas de pollo.
- En casa- respondió- con sus cosas ya sabe.
- ¿Y cómo va de lo suyo?
- ¿Tiene hígados?- preguntó Sveta mientras miraba el género expuesto en el mostrador.
- Sí claro y bien grandes. Su marido decía, que cómo va de lo suyo-insistió.
- Pues como siempre hija, como siempre. Póngame dos hígados y medio kilo de salchichas. ¿Cuánto es? Tome, gracias, que dios la proteja.
- Gracias Sveta, a usted también, tenga cuidado que el suelo está muy resbaladizo.
Sveta salió de la tienda, se metió el paquete en el bolso, se ató el pañuelo a la cabeza y fue hacia su casa despacito.
Al cruzar el parque Sveta vio un grupo de jóvenes que corrían y se divertían. Buscó a Kolia, que vivía en su misma calle un poco más arriba. Qué bueno era Kolia, pensó Sveta, tan educado y siempre dispuesto a ayudar, tan alegre… Claro, es la juventud, pensaba, yo de joven también estaba llena de energía y de sueños. Pero, dónde está, debe estar con esa chica, cómo se llamaba….
Y pensando en Kolia llegó a su casa. Subió los cuatro escalones golpeando los pies bien fuerte en la madera para quitarse la nieve que llevaba en los zapatos. Abrió la puerta y en seguida oyó a Misha que le recibía alegremente.
- Hola Misha- dijo con una voz dulcísima mientras se acercaba a él. El pájaro batió sus alas enérgicamente y le regaló un trino.
Sveta abrió la jaula y Misha salió rápidamente y fue a posarse en la cabeza plateada de la pequeña mujer. Ella reía.
Una tos fuerte hizo que volviera en sí. Vladimir.
Puso a calentar un poco de agua, a él le sentaban bien esas infusiones, parece que le calmaban la tos durante un rato.
Sveta salió de la cocina con la taza humeante y fue andando despacito hacia el salón. Allí, sentado en su sillón, estaba Vladimir Sokolov con la cara congestionada, con las uñas clavadas en el sillón.
- Toma, te he preparado esto.
Él no se movió.
- Lo dejo aquí.

En la cocina Sveta encendió la estufa y empezó a cocinar. Canturreaba. Misha volaba de un lado a otro.

-La comida está lista - le dijo a Vladimir. Fue hacia el sillón para ayudarle a levantarse. Lo sujetó con firmeza mientras él hacía fuerzas para incorporarse. Sveta notó cómo a su marido le temblaban las piernas. En la cocina él se sentó delante de la estufa. Sveta le sirvió sopa.
- Está sosa. Y ese pájaro ha estado toda la mañana chillando, me ha puesto dolor de cabeza.
Sveta no contestó.
- Y ¿qué es esto? ¿hígado? ¿otra vez hígado?
- El doctor dice que es bueno para ti
- El doctor dice el doctor dice. Y qué más te dice el doctor, ¿que amargues los últimos días de mi vida? No te quedes mirándome con esa cara. Dios qué mujer. Tendría que haberme marchado hace tiempo, con el ejército incluso, pero ahora que lo único que me queda es la enfermedad, dónde voy, ¿eh? dime Svetlana, dónde voy.
Sveta se levantó y comenzó a recoger la mesa.
- Quieres el hígado o no lo quieres- preguntó cogiendo el plato.
Él, impulsado por la rabia se levantó y se fue hacia su sillón con paso renqueante.
Apareció Misha.
Sveta se sentó en una silla y observó cómo el pájaro se comía las migas de pan de la mesa. Se levantó de repente, acabó de recoger, metió un poco del guiso de hígado que había hecho en un recipiente y lo tapó bien. Se puso la chaqueta, se puso el abrigo y fue hacia la puerta.
- Ahora vengo- dijo a nadie. Y nadie le respondió.

Salió a la calle, dobló la esquina y llamó a la puerta de Kolia.
- ¡Señora Sokolov!, pase pase, no se quede ahí que hace frío.
- Buenas tardes Kolia, ¿está ocupado?- preguntó Sveta.
- ¡No, no! ¿Cómo está? ¿Pasa algo? ¿Necesita que le eche una mano para mover algún mueble viejo?- preguntó Kolia sonriendo.
Sveta también sonrió – No, no es nada de eso. Te traigo un poco de hígado que he preparado. Pensé que aún no habrías comido.
- Gracias, es usted tan buena…me mima demasiado- respondió – Y usted, ¿ha comido?
- Sí, sí, tranquilo hijo, ya hemos comido. Bueno, le dejo que probablemente tendrá cosas que hacer, los jóvenes están siempre tan ocupados…
- ¿Está usted bien Svetlana?- preguntó Kolia preocupado – está usted muy callada hoy.
- Estoy algo cansada, ya soy vieja – dijo mientras se dirigía hacia la puerta sonriendo- Adiós Kolia, que dios le bendiga.
- Hasta luego- respondió Kolia – Y a usted también.
Sveta entró en casa, se quitó la chaqueta y se asomó al salón. Estaba dormido, mejor, así no sufría tanto pobre.
Fue a la cocina y empezó a desmenuzar un trozo de pan seco que había guardado. Metió los trocitos en una bolsa de plástico.
- Misha, Misha, ven – el pájaro se posó en el hombro de Sveta, ella lo cogió con cuidado y lo metió en la jaula. Se puso la chaqueta, se puso el abrigo, el gorro, los guantes, cogió la bolsa de plástico y salió a la calle.
Paseó hasta el parque y allí empezó a repartir el pan entre los pocos pájaros que encontró. Cuando se levantó un aire muy frío se fue a casa.

Vladimir estaba despierto.
Sveta se sentó un rato en el salón. Silencio. Miraba por la ventana.
- La pastilla- dijo Vladimir –tráeme la pastilla.
- Falta un rato, todavía no te toca- respondió mientras se levantaba.
- Te digo que me traigas la pastilla- insistió nervioso. Sveta se la dio.

Cuando la cena estuvo lista fue como siempre a buscarlo al salón. Ayudó a su marido a levantarse, caminaron juntos hacia la cocina, lo sentó de espaldas a la estufa y le sirvió la cena.
- ¿Y el hígado? – preguntó Vladimir sin levantar los ojos de la mesa.
- No queda – respondió Sveta tranquila.
- Cómo que no queda.
- Le llevé a Kolia un poco.
- ¿A Kolia? ¿A ese desgraciado melenudo?
- Es un joven muy amable. Y muy educado.
- ¿Te lo ha pagado?
- ¿Cómo me lo va a pagar? Dijiste que estabas cansado de hígado – contestó Sveta.
- Yo no sé qué tienes en la cabeza Svetlana. Tú te has propuesto acabar conmigo.

Después de preparar la infusión para Vladimir, Sveta se fue a su habitación, se desvistió y se metió en su cama.

Abrió los ojos y vio que entraba demasiada luz por la ventana. Sveta se levantó deprisa, se vistió y fue hacia el salón. No estaba, el sillón estaba vacío. Fue hacia la cocina y lo encontró sentado en la silla, delante de una taza de té vacía, con la cucharilla en la mano y mirando la mesa. Nadie había encendido la estufa.
Apresuradamente puso agua a calentar y preparó la estufa de carbón. Azuzó un poco la madera y el papel para que el carbón se asentara mejor y prendiera antes.
Se tomó el té deprisa, se puso el abrigo, los guantes y el gorro y se fue al mercado.
¡Uy!, pensó, con las prisas no le di los buenos días a Misha.
Hizo sus compras sin entretenerse, hoy iba un poco retrasada y volvió a casa.
Cuando ya estaba cerca vio una figura sentada en las escaleras.¿Quién era? ¡Kolia! ¡Era Kolia! Se apresuró para acudir al encuentro del joven.
Kolia se levantó, estaba serio y ¿qué hacía la jaula de Misha ahí fuera? Sveta no entendía lo que estaba ocurriendo. Kolia se dirigió hacia ella con semblante consternado.
- Señora Sokolov- dijo – estaba recogiendo unas ramas en la parte de atrás de la casa y..
- ¿Qué pasa Kolia? ¿Y qué hace Misha aquí fuera?- preguntó Sveta asustada.
- Encontré la jaula de Misha en la parte de atrás de la casa señora Sokolov. Misha está..
- ¡No puede ser! – sollozó Sveta – estaba en casa, ayer le di las buenas noches – decía la mujer.
- Sveta, alguien ha sacado a Misha a la calle, ¿lo entiende?
- Pero, quién, ¿a quién le puede molestar un pajarillo medio cojo? – se preguntaba.
Entonces la cara de Svetlana Sokolov se tornó pálida. Entornó los ojos como fijando sus pensamientos. Cogió la jaula y se dio media vuelta.
- Sveta, Sveta espere, ¿dónde va? – preguntó Kolia – qué va a hacer, ¿quiere que la ayude?
Pero Sveta no respondió y siguió andando. Llegó a un claro no muy apartado de la casa y allí se arrodilló en el suelo, hizo un agujero con sus manos viejas y con lágrimas en los ojos enterró el pobre Misha.
Se levantó y fue hacia su casa. Kolia seguía allí, donde lo había dejado. El joven la miraba apenado.
- Si necesita cualquier cosa ya sabe dónde estoy- dijo.
- Gracias hijo, dios te lo pague.
Entró en casa, guardó la jaula en un armario, se secó las lágrimas heladas y fue hacia la cocina. Se sentó al lado de la estufa y jugueteó con el hierro que utilizaba para remover las brasas. La tos de Vladimir la sacó de su ensimismamiento.
Preparó la comida y fue a buscar a su marido cuando ya estaba todo listo. Se sentaron a la mesa y él comió todo lo que Sveta había preparado. Ella no probó bocado, se dedicó a mirarle con ojos llenos de odio, pero Vladimir no se daba cuenta de esas cosas, hacía tiempo que no miraba a su mujer a los ojos.

El día transcurrió con normalidad, Vladimir dormitaba en su sillón cuando la tos se lo permitía y Sveta lloraba en silencio la muerte de Misha en la cocina.

La rabia de Svetlana iba en aumento, ¿cómo podía haber hecho eso? ¿cómo había sido capaz de dejar que el pobre animal muriese de frío? ¿cómo podía continuar como si nada hubiese pasado?

- ¡Svetlana! ¡Svetlana! ¿Dónde estás mujer? ¿No ves que te necesito?- gritó desde su sillón
Svetlana se acercó a él lentamente.
- Acércame esos libros de allí- dijo
- Deberías moverte tú, te sentaría bien. Además sé que a veces te mueves tú solo.
- ¿Qué dices? Tú qué vas a saber. Acércame los libros y déjame tranquilo anda.
Sveta le acercó los libros, se quedó delante de él durante unos segundos.
- ¿Qué quieres? ¿Que te de las gracias?
Sveta se dio media vuelta y fue hacia la cocina.
Llamaron a la puerta. Sveta se sobresaltó y fue a ver quién era.
- ¡Hola Kolia! Pase pase.
- ¿Cómo está?, ¿le apetece ir a dar una vuelta por el parque?- le preguntó el joven.
- No gracias hijo, hace demasiado frío.
- ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le haga compañía un rato?
- ¿Quiere un té?- preguntó Sveta
- Sí claro, si usted se toma uno también.
- Está bien, nos tomaremos un té.
-¿Dónde está?- preguntó Kolia
- En el salón. ¿Cuánto azúcar? Se me ha olvidado- dijo Sveta sonriendo.
- Sin azúcar
- ¿Cómo se llama la chica que estaba el otro día con usted?
Kolia rió.
- Katia, se llama Katia
- Y ¿dónde la conoció? – volvió a preguntar Sveta.

Cuando acabaron el té Kolia se fue.

Sveta fue hacia el lugar donde estaba colgada la jaula de Misha para abrirle la puerta y dejar que volase un rato. Lloró.

Cuando la mesa estaba lista fue a buscar a su marido.
-¿Qué pasa Svetlana? Estás muy callada hoy – dijo Vladimir irónicamente - ¿Qué quería ese Kolia?
Svetlana le puso el plato delante.
- Hace frío aquí, seguro que se te ha olvidado echar más carbón.
Ella miró la estufa, el saco de carbón se ha acabado, pensó, fue a buscar otro, lo arrastró hasta la cocina mientras su marido se metía la cuchara en la boca. Apoyó el saco en la pared y cogió la barra de hierro para remover los carbones de la estufa.
- ¡Va! Este caldo no vale nada- dijo Vladimir.
Svetlana Sokolov con la barra de hierro en las manos miró la espalda de Vladimir. Levantó sus brazos, que por primera vez en mucho tiempo habían dejado de temblar y descargó todos esos años de dolor y rabia en la cabeza de su marido.
La cabeza se inclinó hacia delante, se hundió en el plato de caldo que no valía nada, hubo espasmos y sangre oscura y densa goteando.
Sveta fue a buscar una sábana, envolvió la cabeza de su marido, lo tumbó en el suelo y lo envolvió en otra tela, limpió todo, la sangre, el caldo, los cristales del vaso, limpió años de recuerdos, rascó y rascó desenfrenada hasta que no quedó nada, excepto Vladimir Sokolov envuelto en una tela tumbado en el suelo de la cocina, con una mancha de sangre que se iba expandiendo poco a poco.
Después de sentarse un rato, no a pensar sino a no pensar, se levantó y salió a la calle. Dobló la esquina y llamó a la puerta de Kolia.
- ¿Qué hace así? Se va a enfriar. Pase- dijo Kolia
- No, no¿ Está ocupado? Necesito que venga conmigo un momento.
- Claro, qué pasa Svetlana.
Ella no respondió, entraron en su casa y fue directa a la cocina. Kolia la seguía. Entonces fue cuando vio el cuerpo envuelto del que había sido Vladimir Sokolov.
- ¡Dios mío! Pero ¿qué ha hecho? ¿qué ha pasado? Está bien, tranquila. Hay que llamar a la policía.
- No. No quiero llamar a la policía. Quiero sacar esto de aquí, enterrarlo en el monte- dijo ella- Perdón Kolia, no debí haberle llamado, váyase y por favor no diga nada a nadie.
- Pero ¿cómo voy a dejarla sola con esto? Además ya me ha hecho cómplice señora Sokolov.
Salieron por la parte de atrás y medio cargando medio arrastrando consiguieron llevar el cuerpo a hasta un lugar apartado. Nevaba, eso estaba bien, así se borrarían las huellas, pensó Kolia sorprendido de verse en esa situación.
Se pusieron los dos a cavar y al cabo de un buen rato ya no quedaba ni rastro de Vladimir Sokolov.
- Vete Kolia- dijo Sveta – ya te has arriesgado bastante. Muchas gracias.
- ¿Y usted?
- Me quedaré aquí un momento, no hace falta que se quede conmigo.
Así que Kolia se fue intentando asimilar lo que acababa de hacer. Había sido todo tan rápido… Se sintió aterrado.

Sveta respiró hondo, se apretó el pañuelo que llevaba en la cabeza y se dio media vuelta. Fue al lugar en el que había enterrado a Misha. Se volvió a agachar y desenterró al pájaro. Volvió a casa, metió a Misha en la jaula, se sentó en el salón, se bebió un vaso de vodka y durmió.

 



Texto: Vanesa Pomar
Arte: Miguel SP 
Contacto: vainilla_p@yahoo.es

sábado, 9 de octubre de 2010

La Perra



Serían las once y media doce y, después de muchos vasos de absenta, ya no estaba muy sociable así que decidí irme a casa.
Salí del bar, doblé la esquina y me fui a la placita en la que el tranvía tenía su última parada. Me senté en un muro de piedra. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada pero de repente aparecieron. Serían unos siete u ocho perros, perros grandes y de una raza no clasificable. Andaban despacio, sin prisas, en esas horas en que la ciudad era suya. Había muchas manadas de perros vagando por la ciudad, perros sin dueño, perros que no tenían nada que hacer, perros tomando el sol, perros discutiendo, perros conversando. Dicen que un día los metieron a todos en un barco y  los mandaron a una isla que está muy cerquita de la ciudad. Dicen también que los perros volvieron.
Así que allí estábamos, los perros y yo. No sé si se percataron de mi presencia pero no dieron ningún signo de ello. Estuve un buen rato mirándolos. Ése era el jefe seguro, sentado, cansado, observando al resto. Se levantó y comenzó a caminar, poco a poco los otros fueron detrás. Y yo, como no tenía nada mejor que hacer, fui detrás de ellos.
Salimos de la placita y fuimos por esa calle cuesta abajo que nunca me acuerdo de cómo se llama, la de los músicos, la que tiene la tienda de sombreros en la esquina. Uno de los perros se metió por una de las primeras bocacalles, se medio despidió del grupo, o eso creo y seguimos bajando. Yo, por supuesto, como intrusa que era, me mantenía a una distancia prudencial, había visto a esos perros pelear.
Al llegar a la torre, uno de los lugares más habituales de reunión de estas manadas, hicimos una parada. Allí estuvimos un buen rato. Sentada en una piedra, a unos 25 metros, seguí observando a los perros. El jefe seguía sentado, impasible a los jugueteos de los otros, bostezando, abstraído, mirando a ninguna parte. Sacudió la cabeza, volviendo a ocupar su puesto de líder y comenzó a caminar.
Tres de los perros se quedaron allí.
Me levanté decidida a seguir al jefe. Mi cabeza estaba tan difusa como la absenta que había bebido, me apoyé en una farola buscando el equilibrio que me faltaba, respiré hondo y seguí con mi absurda misión.
Bajamos por una paralela a la calle de los músicos, una calle estrecha, con casas viejas con ropa colgada de lado a lado de la calle, con verjas enmohecidas y cristales rotos, una calle empinada, oscura y húmeda. Aparecieron unas escaleras que yo no había visto nunca, allí nos abandonaron otros dos. Respiré hondo, quedábamos tres.
Yo ya no tenía ni idea ni de dónde estaba, ni de qué hora era, ni de qué carajo estaba haciendo. Sin capacidad de obligarme a hacer otra cosa seguí con todo aquello.
Bajamos, bajamos y bajamos más y de repente me di cuenta de que ya sólo quedábamos dos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, el jefe y yo, yo y el jefe, recorriendo las callejas más inmundas de la ciudad.
El perro empezó a caminar más despacio, no sé si lo hacía porque ya estaba sólo, sin nadie a quien guiar más que a sí mismo o porque sabía que yo estaba ahí, lo había sabido siempre y quería ponerme las cosas claras.
Me acojoné, juro que estaba acojonadísima. De repente se paró y se sentó dándome la espalda. Yo giré para buscar un sitio en el que apoyarme y me tropecé con algo, me caí al suelo y ese algo resultó ser un montón de bolsas de basura. Me quedé quieta, levanté un poco la cabeza para ver dónde estaba el perro. Se había levantado y venía hacia mí muy despacio. Bajé la cabeza y respiré muy despacio para intentar decelerar los latidos de mi corazón, cerré los ojos y me agaché aún más, quería parecer más pequeña todavía. Al cabo de unos pocos segundos volví a abrir los ojos, el perro estaba a unos dos metros, me enseñaba los dientes y tenía las orejas echadas hacia atrás. Podía oler al animal, olía a sucio, a mojado aún estando seco. Cerré los ojos otra vez y agaché aún más la cabeza mostrándole mi nuca y así, en esa postura de absoluta sumisión me quedé un tiempo infinito. Olí su aliento, noté su húmeda nariz en mi cuello y me di cuenta de que era una perra y yo me había entrometido en su matriarcado. La perra metió su hocico por debajo de mi barbilla y levantó mi cabeza, ya podía mirarle a los ojos aunque lo evité bastante asustada aún. Me chupó una mano, no sé si porque le gustaba aquello que yo había aplastado al caerme o para quitarme el asqueroso olor que me rodeaba. Ahora yo olía peor que ella.
Me llamó a levantarme, o eso creo. Lo hice muy despacito, no quería asustarla ni provocar en ella ninguna desconfianza. Me miró mientras yo intentaba quitarme de encima la mayor cantidad de basura posible, que no fue mucha, pues la mayoría eran líquidos y cosas que se chafaban y manchaban y olían y que no se podían quitar ni agarrar. Cuando creí que estaba lista la miré y asentí con la cabeza, como indicándole que ya podíamos seguir a donde fuera que fuésemos. Esta situación hacía tiempo que había dejado de ser absurda. Era estúpida, lo sé.
Seguimos andando, a mi ya no me importaba hacia dónde nos dirigíamos, estaba feliz, me había aceptado como una perra más, me había brindado su protección y su sabiduría. Su recorrido nos llevó a las basuras más selectas, a los rincones más inimaginables. La ciudad vista por dos perras.
Estaba cansada, llevábamos varias horas callejeando, ella pareció entender mi agotamiento, se metió por una calle más estrecha todavía, cruzó una puerta sin puerta, subió unas escaleras con más agujeros que madera y aparecimos en una sala con muchas telas en el suelo, bueno, telas, trapos, ropa vieja y rota y algún que otro zapato. Se echó allí y yo me eché a su lado. Y allí, en ese ambiente nauseabundo nos quedamos dormidas.
Cuando abrí los ojos ella ya no estaba, no sé cuánto había dormido pero ya había bastante luz en la calle. Me levanté, me estiré, me olí, me di asco y salí de la habitación. Bajé las escaleras que, con la luz del día daban bastante miedo, salí a la calle, miré a los lados intentando encontrarme y la vi. Estaba sentada al sol, tranquila. Fui hacia ella, le rasqué detrás de la oreja y ella me miró. A los pocos segundos empezó a ladrar, se revolvió nerviosa, agitada, incluso agresiva. Yo no entendía nada, me di la vuelta y vi que se acercaban un par de perros. Me puse en alerta por si los recién llegados nos atacaban pero entonces comprendí que era yo la que sobraba, era a mi a quien iban dirigidos los ladridos, los rechazos. Me había dejado ser perra por una noche y nuestra relación había acabado con la luz del día. Ya no era bienvenida en su matriarcado. Tú a tu casa y yo a la mía. Y eso hice.

Texto: Vanesa Pomar
Arte: Miguel SP 
Contacto: vainilla_p@yahoo.es