Cuando empezaron a sonar de nuevo las campanas de las iglesias se me pusieron los pelos de punta. La gente empezó a correr hacia sus casas. Otros nos metimos en alguno de los pocos bares que quedaban abiertos y esperamos con impaciencia a que la televisión nos informara de las novedades.
Prohibido reirse. Esta era la última medida adoptada por el gobierno. Debido a la epidemia de tristeza nacional habían decidido prohibir la risa. Según el gobierno esta era una medida más bien solidaria; como había tantísima gente afectada de Gripe Triste, así había sido bautizada, pensaron los mandamases que era de muy mal gusto reirse. Supongo que ellos fueron los últimos que soltaron una gran carcajada al firmar semejante medida.
Nos miramos todos sin saber si reir o llorar. Uno de los que allí estábamos soltó una risilla leve, nerviosa, como de despedida. A los pocos segundos entraron tres guardianes del bienestar y se lo llevaron rápidamente. ¿Cómo es posible que se hayan enterado tan pronto? pensarán ustedes; se lo voy a explicar. Desde hacía unos años la infinidad de cámaras situadas paulatinamente en calles y establecimientos de las ciudades habían pasado a estar en manos del estado. Allí donde antes había una cámara, llamada de seguridad o vigilancia, estaba ahora el enemigo. Tiendas, casas, garages, colegios, bancos... estábamos prácticamente 24 horas al día videovigilados. Por nuestra seguridad, eso sí. Estos guardianes del bienestar eran gente normal y corriente que habían decidido trabajar para el estado como vigilantes. Les daban un uniforme que consistía en traje gris oscuro, camisa gris más claro, zapatos negros y un abrigo largo también negro. Los pocos que yo conocía que entraron a trabajar con los guardianes mimetizaron con su traje en poco tiempo. Se volvieron grises, de mirada gris, olor a gris…hasta el ruido que hacían era gris oscuro, pesado, arrastrado… El único sonido que salía de sus grises bocas era el nombre de la persona a la que buscaban. Luego te cogían del brazo y se te llevaban sin ninguna otra explicación.
Como el alcohol era un depresivo también había sido prohibido hacía unos meses. Así que me acabé el té y me fui a casa.
Al principio de todo esto aprobaron una ley que decía que todos aquellos ciudadanos con un coeficiente intelectual mayor de 110 debíamos acudir una vez a la semana al ayuntamiento con ideas para combatir la infinita tristeza en la que estaba sumida el país. Al año y medio y viendo que esta ley era una completa catástrofe bajaron el coeficiente intelectual de cabezas pensantes y así sucesivamente hasta que ayer, en el último boletín tasaban el límite en 65. Así estábamos.
Llegué a casa y no encendí la televisión; la programación se había reducido a musicales y poco más. Tampoco encendí la radio, se había convertido en un circo de mal gusto.
La vida era gris, ya no sólo por la epidemia o la no risa, o el no alcohol, o el no gritar por la calle... también estaban prohibidos los colores, se había demostrado que afectaban de manera importante a los estados de ánimo, así que para evitar brotes esquizoides o reacciones inesperadas habían pensado los mandamases que sería buena idea limitar los colores a cuatro: negro, gris, azúl oscuro y verde botella.
Gracias a los dioses del Olimpo mi estado mental estaba dentro de lo que se consideraba normal. Cada 15 días, los propios guardianes del bienestar nos hacían exámenes psicológicos para tener controlada nuestra psique. Había habido un gran número de suicidios durante los últimos 5 años y así creían que iban a poder preveerlos. Absolutamente todos los centros de salud, ya sea física o mental, estaban a rebosar. La Gripe Triste estaba siendo terrible, mermaba el estado anímico sobre todo, te ibas apagando y apagando y apagando hasta que estabas demasido triste como para seguir viviendo. Muy triste, de hecho.
Las vacunas habían fracasado. El gobierno se había endeudado hasta el año 4127 para nada. Las empresas farmacéuticas se habían forrado debido a la tristeza pero al final sus directores, trabajadores y demás estaban también demasiado tristes como para poder disfrutar de su triste dinero.
Hasta la educación había cambiado. Consideraron las clases de matemáticas, lengua, historia... demasiado aburridas como para ser dignas de ser estudiadas. Cuanto menos datos tuviéramos menos sufriríamos. Era por nuestra seguridad.
Y así estábamos, creciendo tontos y tristes. No sé si éramos tontos por estar tristes o estábamos tristes por ser tontos.
Nadie podía entrar o salir del país. Estábamos completamente cerrados al mundo exterior. Yo ya dudaba de que alguien se hubiera enterado de nuestra terrible epidemia. También pensé que tal vez todo el mundo estuviera demasiado triste como para poder pensar con claridad en una solución.
Cada vez se veía menos gente por la calle y los pocos que se veían estaban aterrorizados. La gripe se contagiaba por la mirada. Si veías una mirada triste estabas perdido, caías fulminado preso de una pena difícil de explicar.
Yo seguía yendo al ayuntamiento una vez a la semana. Bueno, me venían a buscar en autobús. Como cada vez quedábamos menos mentalmente sanos el gobierno se podía permitir el ir a recogernos casa por casa. También era su manera de asegurarse de que no se nos olvidara la cita.
Poner música alegre por las calles, dije. O escribir mensajes de ánimo en las paredes o cualquier superficie en la que se pueda escribir. Regalar flores, dar abrazos, permitir un vasito de vino al día, cantar, bailar, caminar hacia atrás… No, no y no. Casi todas las propuestas eran rechazadas, así que ya no nos quedaban muchas ideas, la verdad.
Un día de otoño, para sorpresa de todo el país las campanas volvieron a sonar. Vaya, pensé, hacía tiempo… Corrí a un bar cercano y me senté dispuesto a escuchar la nueva medida adoptada por el gobierno.
Obligatorio sonreir de 8 de la mañana a 5 de la tarde. ¡Tiene cojones!. Nadie en el bar hizo una mueca. Por si acaso. Me asomé a la calle y la gente estaba perpleja…Ahora ¿nos podemos reir?, preguntaba uno. No, no, decía otro, sonreir, podemos sonreir que no es lo mismo. Y ¿hasta dónde es sonrisa? Volvía a preguntar. Un centímetro por cada lado supongo, contestaba el otro.
Costó un tiempo el aclarar hasta dónde era sonrisa y dónde empezaba la risa, que seguía prohibida.
A los dos días volvieron a sonar las campanas…¡Coño!, pensé. Corrí al bar.
Obligatorio beberse tres vasos de vino al día. Juntos o separados, eso lo dejaban a elección de la gente. Al del bar le faltó tiempo para descorchar una botella de vino que ya estaba asfixiada por falta de aire.
La gente empezó a coger un poquito de color en las mejillas.
En ese mes sonaron las campanas 3 veces más; las medidas adoptadas por el gobierno, además de la obligación de sonreir y la de beber 3 vasos de vino al día fueron las siguientes: obligación de contar al menos dos chistes al día, de contenido apto para todos los públicos, la obligación de llevar un calcetín de cada color, a poder ser chillón, y la obligación de hablar al menos una vez al día con un niño o niña de hasta 4 años y medio de edad, ya que se llegó a la conclusión de que las personas dentro de esta franja de edad eran las más sanas mentalmente.
Aunque lo duden ustedes, estas absurdas medidas tuvieron unos resultados bastante favorables. Poco a poco y gracias a insensatas leyes como estas la gente fue recobrando las ganas de vivir. Los nuevos gobernantes se dieron cuenta de que un poco de locura era absolutamente necesaria para el normal desarrollo y crecimiento de los seres humanos que habitaban el país. La última medida aprobada fue la siguiente: Prohibido prohibir.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
Texto: Vanesa pomar
Arte: Miguel SP
contacto: vainilla_p@yahoo.es
Texto: Vanesa pomar
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